Hace unos días le pedía a Candela, mi amiga y compañera "blogera", que me hiciera un relato con unos datos que le proporcioné. Ella hizo su trabajo y el relato está terminado. De esta idea surgió otra en la que ella daba cierta información y todo aquel que quisiera podía escribir su historia según su propia visión o imaginación. Pues bien, ahí va el mío.
Silverio Sepúlveda. Condenado a garrote vil por robar dos gallinas. Casualidades de la vida que años más tarde otro pobre español (pobre porque tal era su situación) robaría lo mismo e igualmente sería condenado a muerte, pero, cosas del destino, a éste la pena capital le sería conmutada por cadena perpetua. Pero esa es otra historia.
Abelardo Olivera limpiaba meticulosamente los hierros en la habitación de la pensión. Uno a uno les fue pasando una gamuza hasta que quedaron brillantes y, uno a uno, los fue metiendo en la bolsa de cuerdo.
- Jodido trabajo – pensó mientas apretaba las correas que mantenían fuera de la vista de los demás los instrumentos de su deshonroso trabajo.
Silverio Sepúlveda está en un rincón de su celda. Frente a él el capellán de la prisión, misal en mano, rosario entrelazado entre los dedos y un gesto de fastidio en los labios. El preso no quería confesión.
- Jodido trabajo – Pensó mientras rápidamente se santiguaba y volvía los ojos al cielo pidiendo disculpas a Dios.
Lorenzo Villanueva paseaba de un lado a otro por la central de telégrafos donde esperaba el mensaje que lograría hacer de Silverio una persona libre, pero el indulto no llegaba. Con las manos estujaba nerviosamente su gorra de fieltro marrón.
- Jodido trabajo –Pensó mientras se lamentaba de las veces que había visto injusticias en el penal.
Silverio Sepúlveda no espera indulto, no necesita confesarse por haber logrado dar de comer a su familia durante un par de días. No hay justicia para él, no hay milagros para los pobres.
- Jodida vida – Pensaba mientras pensaba en las pocas veces que pudo hacer feliz a su Asunción.
Bernardo Cifuentes y García-Quesada firmaba unos papeles mientras un hombre posaba un sobre en la mesa.
- Jodido dinero – Pensaba el juez mientras sonriente contaba las 2.000 pesetas en billetes de 100 con la cara de Quevedo estampada en ellos.
El hombre que hasta entonces había permanecido en silencio frente a l juez recogió los papeles y los miró.
- Jodidas firmas, que le dan o le quitan la vida a uno – pensó mientras volvía a posar los papeles sobre la misa y daba media vuelta para salir de la habitación con un gesto de triunfo en los ojos.
Marcelino Gutierrez corría con el sobre en la mano hacia la oficina de telégrafos. No hacía falta saber leer para darse cuenta de que, quién quiera que fuese el preso al que se dirigía ese mensaje, tenía las horas contadas. El verdugo no había hecho el viaje en vano, el capellán lograría una confesión. El portero dejaría de estrujar su gorra y Silverio Sepúlveda moriría por haber dejado a un hombre sólo con 34 gallinas en su corral mientras él no disponía ni de unas alpargatas para calzar a sus hijos.
- Jodidos terratenientes – Pensaba mientras se daba cuenta de que con el dinero y el poder no hay quien pueda.
NOTA: Al finalizar este relato me he percatado, o mejor dicho, he leído que el tal Silverio Sepúlveda existió realmente y que debió de ser un buen elemento. Pido disculpas por haberme saltado ese trozo y por ello no haberme enterado de la fiesta. ¡Y eso que estaba en negrita!