La caza de brujas


23 De Febrero de 1952.



Esta mañana me he levantado sin necesidad de despertador.


Al asomarme a la ventana me ha parecido que al sol le ha pasado lo contrario que a mí, que no quería levantarse y el día prometía ser frío y gris. Últimamente todo es así, frío y gris.


Cuando bajé a la calle Bogey y Laurent llegaban.


- Hola, ¿que hay de nuevo? ¿Alguna noticia funesta que me haya perdido? – pregunté con tono irónico.


- Pues no, -respondió Laurent- pero Elia está asustado y creo que va a declarar de nuevo ante el comité. Me temo que esta vez no va a guardar silencio.


Bogey chasqueó los labios en silencio mientras se subía los cuellos del abrigo.


- No lo entiendo Laurent, de verdad que no lo entiendo. Para esto no me hice actriz. Amo el cine. Es mi pasión, mi vida, pero Hollywood ya no es una fábrica de sueños, ahora parece una fábrica de mentiras. ¿Recuerdas cuando llegamos aquí? Podíamos expresarnos con libertad, elegir las películas que quisiéramos, sin tener que mirar con lupa cada párrafo, cada palabra por si acaso se decía algo inapropiado, y ahora parece que todo esto se va a terminar, ya no hay libertad, todos estamos en el punto de mira. Yo no soñé con esto.


- Tranquilizate Kathy, verás como todo pasa –Dijo Bogey mientras encendía un cigarrillo.


- No, no quiero tranquilizarme, yo quiero hacer películas, quiero interpretar, quiero entrar en las vidas de la gente que va al cine, que me vean y que rían conmigo, que lloren conmigo. Quiero seguir haciéndoles feliz aunque sólo sea durante hora y media. No quiero tener miedo a que me acusen de algo que ni siquiera tiene que ver conmigo. No quiero terminar exiliada, no quiero levantarme un día y pensar que ya no habrá más ¡luces, cámara, aaación! Me moriría, ya lo sabes.


Mientras caminábamos Bogey seguía con su semblante taciturno y Laurent rebuscaba en el bolso creyendo que se había dejado la barra de labios en casa.


- ¿Recuerdas porqué le tienes tanto cariño a ese bolso, Laurent?


- Si, claro –me contestó- no se me olvida. Por eso le llevo conmigo.


Cuando llegamos al Capitolio ya habían llegado casi todos lo que iban a movilizarse ese día.


Unos hablarían por la radio, otros en la televisión, otros se manifestarían en la calle atestada de periodistas... pero todos íbamos a lo mismo, a defender nuestro derecho a la libertad, a defender a nuestros compañeros y su presunción de inocencia. A pedir que nadie tuviera que pensar en sus hijos ante la disyuntiva de denunciar o no denunciar. A exigir que nos dejaran seguir trabajando, porque ser actor es más que un trabajo. Es un don, es un regalo que queremos seguir disfrutando para hacer disfrutar a los demás.


El bolso de Laurent es importante para ella no solo porque lo compró con su primera paga como actriz, sino por los aplausos que recibió al finalizar el estreno de su película, por que vio los rostros encandilados de los espectadores y porque se dio cuenta que eso, precisamente, es que lo que quería seguir viendo durante toda su vida, rostros encendidos que, durante un breve espacio de tiempo, hacen del cine parte de ellos mismos. Por eso lo llevaba hoy, para no olvidar que el cine pagó ese bolso, pero que ganó algo más que dinero, ganó el amor por el séptimo arte, un amor verdadero e incondicional.



(Albanta 38)




Un día cualquiera

Es curioso ver cómo un día cualquiera puede terminar siendo una fecha importante en el calendario. Cómo un día cualquiera puede abrirse un agujero en el corazón y dejar un vacío que ya nada, ni nadie podrá llenar jamás.

Cuando me levanté aquella mañana no sospechaba que ese 21 de febrero iba a cambiar mi vida radicalmente.

Aquel día no presentaba más novedad que una revisión dental ya que estaba disfrutando de mis merecidas y retrasadas vacaciones. Como la cita estaba programada para última hora de la mañana decidí que el resto del día lo iba a pasar sin hacer nada, no quería planes, ni llamadas urgentes de la oficina, esas llamadas que te hacen pensar que si tú no estás el mundo no gira.

Mi marido me acompañó y a la salida nos fuimos a un restaurante a comer. Todo estaba tranquilo cuando mi móvil comenzó a sonar. Con un gesto de fastidio rebusqué en el bolso y al ver que era mi hermana quien llamaba me extrañé.

- Sí, dime Marta.

- Oye, mira que han llevado a papá a urgencias, que se encuentra mal del estómago y quiero ir. No estarás por aquí cerca para que me lleves? Además, deberías venir tú también, que me da mala espina.

Mi hermana tenía nueve años más que yo, nueve kilos más que yo, como nueve millones más que yo pero no tenía coche y tampoco tenía ni una gota de optimismo.

- Tía, mira que eres pesada, ya sabes que últimamente está fastidiado del estómago, pero chica, tampoco va a ser para tanto, no seas pájaro de mal agüero, además ¿para que vamos a ir toda la familia en tropel?

Si mi familia se caracteriza por algo es que cada uno camina por la vida a su bola, pero ante los contratiempos son una piña, sobremanera mi hermana mayor.

Yo soy diferente, probablemente porque haya vivido mucho tiempo fuera de la jurisdicción del brazo de mi padre que, por cierto, era bien largo. Creía que lo de mi hermana era una reacción exagerada, pero todo lo que tengo de desaborida para reuniones familiares, del tipo que sean, lo tengo de persona fácil de convencer.

La recogimos en su oficina y nos fuimos al hospital. Para entonces el reloj de la vida de mi padre había empezado su cuenta atrás y mi corazón había empezado a mostrar una pequeña fisura.

Tardé en darme cuenta de lo que sucedía, estaba fastidiada porque mi hermana me había arruinado un precioso día de vacaciones, pero después de unas cuantas horas viendo pasear a todos mis hermanos arriba y abajo por la sala de espera descubrí que aquellas molestias estomacales de las que me habían hablado podían ser algo más. Nadie me dijo nada porque nadie sabía nada, pero ellos tenían más contacto con mis padres y algo temían.

Los médicos entraban y salían, pedían hablar una y otra vez con algún familiar y cada vez que eso sucedía la fisura que se había abierto en mi corazón se hacía más grande aunque yo no me estuviera dando cuenta de ello.

Finalmente la sospecha se convirtió en certeza. Mi padre se moría. Era cuestión de meses. Seis meses, nos dijeron, y seis meses vivió, ni uno más.

Ese día que, en principio, era un día cualquiera, fue el día que realmente se hizo un vacío en mi corazón, ese corazón que yo creía tocado por amores no correspondidos, por amigos perdidos o por cualquier otra contrariedad de la vida. Estaba equivocada. Ahora me doy cuenta de que todo eso se supera y que el mayor vacío que te queda en el corazón es el dolor de la pérdida de uno de tus padres.

(Albanta 37)