El enigma

En la calle estaba lloviendo a cántaros y ella entró más por guarecerse del agua que a tomar algo. No era la clase de bar para una mujer como aquella.

Posó en la barra unos libros y pidió un café con la cabeza gacha, como si se acabara de dar cuenta en la clase de antro que había entrado.

Estaba sentado en una mesa apartada y la observé a través del humo de mil cigarrillos.

No era bella, pero había algo enigmático en ella que enseguida me atrapó.

Apresuradamente se tomó su consumición e intentó salir lo más discretamente que pudo de allí, pero ya en la puerta la abordé.

- Hola. Quién eres?

Cuando sus ojos me miraron comprendí que ya era tarde para mí.

- Eso no importa. Soy, nada más.

A partir de ahí pasé de cazador a presa. Me olvidé de quién era. Me olvidé de mi nombre y lo que hacía en aquel lugar. Aquellos ojos me invitaban a algo pero no me decían a qué.

- Quieres venir?

Y sin esperar una respuesta comenzó a caminar bajo la tormenta. Caminé detrás de ella por unas calles que nunca había visto en la ciudad. Una ciudad mil veces pateada por mis viejas botas.

Cuando llegamos a un portal con una destartalada puerta ya estaba perdido del todo. No era mi ciudad, no era la mujer de mi vida y todo lo que estaba pasando era como si no me pasara a mí, pero allí estaba, embrujado por una desconocida abrazada a unos libros tan empapados como ella que subía unas escaleras sin mirar atrás a ver si yo seguía allí.

Entramos directamente a un salón oscuro, apenas iluminado por las farolas de la calle pero en el que pude vislumbrar que como único mobiliario tenía un sofá tan viejo como la casa, una mesa con una lámpara y un piano de cola.

Me quedé apoyado en la puerta sin decir nada esperando no sabía qué.

Ella posó sus libros encima del piano, encendió la lámpara y sin mirarme preguntó:

- Qué quieres?

- No lo sé –contesté- quiero saber quién eres, porqué me has traído aquí y qué quieres de mí.

- Tú eres el que me ha seguido –dijo mientras se sentaba al piano y abría uno de los empapados libros que había posado cuando entramos.

Sus dedos empezaron a deslizarse por las teclas tocando una música que no había oído en mi vida, pero que me dejó casi sin respiración. No era posible que nadie tocara el piano así. Cerré los ojos y fui caminando a ciegas hasta donde estaba. Puse una mano en su hombro y empecé a acariciar su cuello mientras ella seguía inmersa en las notas que leía para hacer sonar aquel instrumento.

No sé cuanto tiempo pasó. No sé si fueron minutos, horas o quizá días, pero ella tocaba y yo sentía. Sentía su cuello bajo mi mano y su música vibrando por todo mi cuerpo.

Recuerdo que en algún momento sus manos dejaron de tocar para que ella pudiera darse la vuelta en su taburete y abrazarme la cintura. Recuerdo que la levanté y la besé. Recuerdo que sus dedos recorrían mi cuerpo, ya desnudo desde hacía no sé cuanto tiempo, con la misma maestría que tocaba partituras incomprensibles para mí.

Recuerdo que sus ojos eran grandes, grises y enigmáticos. Tan enigmáticos que cada vez que los miraba me perdía en ellos. Lo demás lo he olvidado.

Hace mucho tiempo de aquello y cada vez que pongo a trabajar mi memoria en busca de nuevos recuerdos no consigo nada. Nunca supe su nombre. No la he vuelto a ver. He recorrido mil veces la ciudad para encontrar aquella calle y no he dado con ella.

Ahora tengo un piano que no sé tocar en mi salón y una lámpara siempre encendida esperando que ella vuelva a buscarme como aquella noche en el bar.

(Albanta 40)

0 comentarios: