La madre

Días y noches negros. Manos y ojos negros. Sonrisas vacías, oídos tapados.

Nada de esto puede ser real, no puede estar pasando.

La comitiva fúnebre se desliza entre la niebla gris.

La madre camina.

Mira pero no ve, oye, pero no escucha.

Llora pero no tiene lágrimas.

Ve pasar ante ella toda una vida.

Tan solo unos años, pero toda una vida.

Y ahora ¿A quién dar amor?

Y ahora a ella

¿Quién le regalará aquella paz, aquella tranquilidad que tanto bien le hacía?

Árboles verdes con brotes de hojas negras.

Día encapotado con espesas nubes amenazantes de lluvia.

Frío que cala hasta los huesos sin hacer mella alguna.

Pesan los ojos, pesan las manos, el alma… los recuerdos.

La madre se aferra a su rosario de plata, levanta los ojos al cielo y clama por el hijo robado.

Se revela con rabia contenida por ese dolor que ha sustituido a su felicidad.

Se siente vacía, sola y de repente vieja, con las manos arrugadas, el rostro morado por los surcos de la vejez prematura, de la pena, del dolor…

Los ojos, tan alegres de hace apenas dos días se han debilitado de repente, como la luz del día que está tocando a su fin.

¿Dónde están ahora aquellas risas que siempre se posaban sobre los platos, sobre las paredes, sobre los oídos de la madre?

¿Dónde están ahora las sucias pisadas de barro sobre la alfombra en los interminables días de lluvia en otoño?

¿Dónde está ese soplo de vida que rondaba la casa?

Ya no hay más besos en esas manos que ahora se han quedado con las palmas hacia arriba terriblemente vacías.

Ya no entra el sol por las ventanas.

El antiguo aire fresco se ha convertido en una espesa bruma de soledad.

Ya no es ligero el aire, pesa sobre los hombros como pesa la soledad.

Ya no se oyen pasos rápidos y ágiles.

Sólo queda el recuerdo y un arrastrar de pies lento y quejumbroso, como la madera que suena debajo de ellos.

Se sienta y una mano se posa en su hombro hundido para ofrecerle consuelo, pero no quiere estar con nadie, no quiere ver a nadie.

Deshecha la compañía, los sentidos pésames de todos.

Mira cómo poco a poco las farolas de su alrededor comienzan a encenderse.

La oscuridad se hace en torno a ella, se confunden en uno solo.

Un ave nocturna pasa a su lado emitiendo un extraño graznido y dándole la bienvenida a un recién estrenado mundo de sombras.

EL HIJO

El hijo, siempre tan fuerte, con ojos redondos y llenos de vida,

descansa ahora en el cementerio con los ojos vidriados, la sonrisa ajada y los sueños rotos,

desaparecidos como una hoja caída que se lleva el viento.

Le rondó la muerte, consiguió seducirle, y la implacable guadaña segó su corazón y heló la sangre de sus venas.

¿Treinta años de vida son suficientes para dar todo lo que hay que dar, para recibir todo lo que se puede recibir?

Había tantos proyectos sin acabar, tantas ilusiones y momentos por recordar….

LA MADRE

La madre camina cabizbaja por las calles, no oye, no ve, no siente nada.

Se dirige a su casa, a su reclusorio particular, se sienta en su mecedora con un retrato en el regazo y así pasan las horas, los días…

Ya no habla, ni llora, sólo esboza sonrisas desencajadas, y grita el nombre de su hijo.

Se agarra al retrato y suelta una verborrea incomprensible,

vuelve a reír y se queda de nuevo en silencio, ese silencio que ya ha hecho suyo, ya ha hecho de él su amigo más íntimo,

su amigo más fiel.

Es la única compañía que desea, el único sentimiento que la queda.

Los meses transcurren como si fuesen años, sus cabellos se vuelven grises y todo sigue igual que aquel día que regresó del cementerio.

Ya nada importa, lo único que quedaba ya no está. ¿Para qué vivir?

Mejor entregarse a la muerte, a la misma que se llevó a su hijo aunque no fuera su tiempo.

Mejor rendirse y esperar en su silla con su cuadro en el regazo a que la vengan a buscar;

después de todo ya todas las ventanas por las que entraba luz a su corazón se cerraron. Todas las luces se apagaron y todo es negro.

Negro como su mirada, como su, ahora habitual, forma de vestir, como el color del que ya se tornaron sus ojos.

Sigue sentada en su mecedora, vuelve a desencajar los ojos y la boca… vuelve a llamar a su hijo.

Ríe delirantemente y otra vez todo en calma… un minuto tras otro, una hora tras otra… así hasta que la muerte se apiade de ella y venga para llevarla con su hijo.

(23-07-99)

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